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-CAPÍTULO 3-
DIBUJOS NO, LETRAS
Llegamos a Israel con un mínimo conocimiento de hebreo. Sabíamos las letras (escribirlas y leerlas), aunque nos parecían dibujitos, y lo siguieron pareciendo durante algún tiempo. También conocíamos unas pocas palabras y aún menos expresiones equivalentes a: no entiendo hebreo, no hablo hebreo y no sé hebreo y, como es de suponer, también sabíamos que en hebreo se lee y escribe al revés. En nuestra ingenuidad pensamos que al día siguiente, o como mucho una semana después, empezaríamos el ulpán (curso de hebreo que dura casi 6 meses); pero esa fue otra de las sorpresas que nos esperaban, no lo empezamos hasta un mes y medio después.
Vivir durante un par de meses en un país donde no se conoce el idioma, no es sencillo. Hasta que pudimos aprender palabras diferentes a las que son iguales al español (limón, té, café, banana, etc.), tuvimos que manejarnos por señas y hasta sonidos tales como: muuuu, cocorocó y otros por el estilo. Tratar de comprar queso para rallar comprometió nuestra dignidad con los gestos que nos vimos obligados a hacer y sobre ello hay todo un cuento escrito por mi marido. La cantidad de anécdotas que tenemos con el idioma nos obligaría a que sólo ellas conformaran un libro, pues son muchísimas. Algunas ya les he contado tantas veces que temo que se gasten.
Mientras nosotros esperábamos para empezar el curso de hebreo, mis hijos comenzaron sus clases escolares. Dani, el menor, iba al jardín del kibutz* durante 8 horas. Eso y el hecho de que no tuviera más de dos años de haber empezado a hablar el idioma español, hizo que lo absorbiera antes que ninguno de nosotros y que mezclara los idiomas al hablar de una manera que nos resultaba divertida y tierna. Al principio la comunicación con él se hizo difícil. Había cosas que él sólo sabía decirlas en hebreo y nosotros aún no sabíamos nada. A medida que Ezi, el mayor, empezó a aprender, fue un alivio para nosotros. No fue fácil tampoco para él. Vino en contra de su voluntad y se declaró en rebeldía. Logramos que saliera adelante con la ayuda de otra inmigrante que era maestra de hebreo y que vivía a pocas casas de distancia de la nuestra. Hoy día ambos nos corrigen cuando hablamos mal, nos ayudan a hablar por teléfono (es algo que poco a poco vamos logrando, pero aún nos cuesta) y se ríen de nosotros cuando cometemos errores. El mayor llegó a avergonzarse de mí alguna vez, lo cual me causó mucho dolor, pero ambos hemos superado juntos esa etapa. El más chico piensa en hebreo, aunque durante un tiempo él lo negó, se nota porque traduce cuando habla y algunas expresiones y palabras nos resultan muy graciosas. Pero no nos reímos de él, si no con él. Actualmente ya reconoce que es verdad que piensa en hebreo. Hoy mismo me sorprendió, cuando lo escuché decirles a su abuela y a su tía que en Argentina es todo al revés. Lo mismo que nosotros sentimos al llegar aquí sobre Israel.
La primera vez que fuimos al ulpán nos dividieron en dos grupos: los que no sabían ni las letras, y los que sabíamos algo. La idea era no aburrirnos aprendiendo lo que ya sabíamos. Estudiar en el ulpán fue como participar en una maratón de postas. Porque tuvimos 5 maestras distintas y porque la forma de enseñarnos los verbos era diciéndolos rápido y obligándonos a conjugarlos a gran velocidad. Hubo momentos en los cuales resultaba tan angustiante que más de uno (todos adultos) terminamos llorando en algún momento. Por mi parte trataba de aplicar lo aprendido en casa, con el diccionario al lado y escribiendo relatos en idioma hebreo. Logré sorprender a mis maestras, no sólo porque llegué a escribir bastante bien algunos de ellos, sino también porque mis errores daban lugar a extrañas aseveraciones, como la vez que terminé uno de esos escritos diciendo que mi papá antes fue mujer. Debo confesar que estudiar en el ulpán fue casi como un parto para mí, aunque tanto mi esposo como yo terminamos con bastantes buenas notas (las de él mejores que las mías).
Para un adulto es siempre más complicado y nosotros, a pesar de tener ya ocho años y medio en el país, seguimos aprendiendo más y más cada día. Una de mis compañeras de trabajo se ríe cada vez que me pongo contenta por haber aprendido una nueva palabra que la mayoría de veces ella misma me enseña. Aún estoy lejos de poder leer un libro o llenar un crucigrama (no pierdo las esperanzas); y de las noticias en los diarios, parte entiendo, otra parte adivino y la mayor parte no entiendo ni jota. Pero hay una frase popular que dice: persevera y triunfarás, así que sigo esperando el triunfo mientras persevero tozudamente.
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*Kibutz: granja comunitaria, actualmente funcionan más como barrios cerrados.
Escrito en Nahariya, Israel, en el año 2011.