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-Introducción-
Cumplí mis dieciocho años en Israel, en medio de una estadía de dos meses. Me volví a Argentina asegurando que Israel era un país muy interesante para conocer y pasear, pero que de ninguna manera viviría allí.
A los 35 años recién cumplidos, con un hijo de ocho años y otro a dos meses de cumplir los cuatro, estaba despidiéndome de mi padre, su mujer, un primo y una pareja de amigos con su hija mayor que habían ido al aeropuerto. Yo sabía que después de tantos años me iba a encontrar un país muy cambiado (hasta el gobierno era de una tendencia completamente opuesta), pero jamás me imaginé que todo me asombraría y me maravillaría tanto como si llegara por primera vez. Supongo que en parte porque mi propia situación era completamente distinta y los años y la madurez nos enseñan a ver las cosas desde otra perspectiva. Cuando partimos hacia nuestro nuevo hogar, lo hicimos con mucho dolor, angustia, esperanzas, inquietud, ilusión e ingenuidad. Esto último, en parte, porque nos habían dicho que aquí necesitaban ingenieros mecánicos y como sabíamos que los ingenieros mecánicos argentinos estaban muy bien valorados, nos imaginamos casi que en el mismo aeropuerto estarían muchísimas empresas rogándole a mi marido que aceptara el trabajo que le ofrecían con excelentes condiciones. Por supuesto que estoy exagerando, pero la verdad es que nos imaginamos que sería mucho más sencillo para él, que le bastaría con aprender el idioma y listo. La realidad suele pegarnos muy duro y es muy doloroso cuando nos damos cuenta y tomamos conciencia que todo aquel bagaje que traíamos con nosotros de experiencia y conocimientos es como si no existiera y debemos empezar casi de cero ¡A nuestra edad!
Nuestra primer sorpresa fue en el aeropuerto, donde en una sala en la que recibíamos nuestra documentación de inmigrantes para poder empezar a movernos legalmente en el país, nos esperaba: un primer dinero para los primeros gastos que se nos presentaran, comida y bebida gratis, golosinas para los chicos y un teléfono completamente gratuito para que quienes teníamos familia o amigos en el país pudiéramos anunciarles nuestra llegada. La siguiente sorpresa fue verificar que a pesar de que nuestras maletas habían estado durante horas dando vueltas solas a la espera de ser recogidas, nadie se las había robado. En el estacionamiento del aeropuerto nos esperaban los trasportes que nos trasladarían a nuestro destino. Nosotros fuimos los últimos en llegar cerca de las dos de la mañana.
A pesar de la hora, en el kibutz en el que moraríamos durante nuestro primer año, nos esperaba despierto un argentino encargado de recibirnos y que vivía en Israel desde la fundación del estado. En la puerta de nuestra nueva vivienda había un cartel de bienvenida. Estábamos tan cansados, que hasta que la mencionada persona no empezó a hablar y a decirnos que era una vivienda provisoria, ni nos dimos cuenta que se trataba de un solo ambiente que hacía a la vez de habitación matrimonial, habitación infantil, living, comedor diario y cocina. Dicho así da la sensación de que a pesar de ser un solo ambiente era enorme, pero nada más lejos de la realidad, no pasaba de los cuatro por cuatro metros. La felicidad de haber llegado y empezar una nueva vida, la sensación de que aún no habíamos bajado del avión y la sorpresa de haber sido recibidos con algunos alimentos esperándonos (queso blanco, fruta, pan, leche, etc.) hizo que en primera instancia le restáramos importancia. Sólo queríamos dormir, descansar del viaje y todo nos parecía perfecto.
-Mis hijos en la puerta de la primer casa que tuvimos en el kibutz. © Todos los derechos reservados.-
*Escrito en el año 2011 en Nahariya, Israel (nosotros emigramos en el año 2003).