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Nos ha pasado a todos los inmigrantes, quien más quién menos, todos tuvimos nuestro choque cultural cuando llegamos al nuevo país adoptado. Hasta donde he podido observar, quienes llegan con la idea firme de que sea algo temporal, les cuesta más adaptarse que aquellos que llegan dispuestos a encontrar su lugar en el mundo y un cambio de vida. Nosotros hemos pasado por las dos etapas. En un principio pensamos que vendríamos sólo por unos cinco años, cosa de salir de la crisis, y volveríamos. Mientras eso creíamos, todo lo que observábamos nos parecía negativo, deslucía frente a lo que conocíamos y sentíamos como parte de nuestra identidad argentina. No pasó mucho tiempo, cuando nos dimos cuenta que este era nuestro lugar y que no íbamos a volver, por mucho que quisiéramos a nuestro país de origen y que extrañáramos mucho y a muchos. A partir de ese momento, de esa convicción, nuestra mente hizo un click. Empezamos a entender que vivíamos insertos en una cultura diferente, que los extranjeros éramos nosotros y que no podíamos esperar que todo un país se adaptara a nuestra cultura, si no más bien, debíamos procurar que pasara todo lo contrario. Empecé a entender muchas actitudes de los israelíes que en un primer momento me disgustaban y hasta les encontré justificación. Me permití conocerlos más. Entonces, en el 2006 nos envolvió la guerra, y confirmé algo que yo ya venía observando, y es el enorme corazón del israelí, su solidaridad, y me enamoré aún más de este pueblo y supe que con guerra y todo, había llegado a mi lugar en el mundo.

Esta semana, leí una frase de Golda Meir que dice que nadie sabe qué tan fuerte es, hasta que ser fuerte es la única opción posible (no es sic). Todo inmigrante sabe eso, pero quienes elegimos pueblos que viven algún duro conflicto de manera constante, aún más. Esa fortaleza, es cultural ya en Israel, es parte arraigada de su gente. La sensación de lo efímero de la vida, de que la muerte puede estar a la vuelta de la esquina, en la pizzería donde te sentás a comer con tu familia, en el autobús que tomás rumbo a tu trabajo o en la sinagoga a la que vas a rezar pidiendo un poco de paz para tu pueblo, hace del israelí un ser impaciente. Sienten que no tienen tiempo para perder y por eso es tan difícil que respeten turnos o lugares en las filas. El saber lo importante del contar con los demás en los tiempos de conflictos, los hacen abrir las puertas de su casa con liberalidad y ser capaces de compartir todo con los demás. Es cultura. Una cultura basada en las vivencias de un país que siempre ha debido luchar para sobrevivir, desde su fundación.

He leído a otros inmigrantes, en otras partes del mundo, quejarse por cosas que para quienes vivimos en Israel nos parecen nimiedades. Claro que puedo entender a pesar de ello. Pero me queda claro que esas quejas vienen de la mano de la falta de adaptación. Como inmigrante he aprendido que no importa cuan amigable sea o no el entorno, qué tan solos o acompañados estemos, tiene mucho que ver con nuestra actitud personal y nuestra decisión. A partir del momento en el que decidimos que queremos poder vivir adaptados al país elegido, nuestra visión y nuestra mente empiezan a transformarse y todo nos resulta más aceptable, aunque hayan cosas que tardemos más en entender, debemos comprender que todo tiene un por qué y que a nosotros mismos nos corresponde encontrarlo.

08 de diciembre de 2014.

ISRAEL, ALLÁ VAMOS!!!!!

-Volando hacia Israel en febrero del año 2003, cuando emigramos. © Todos los derechos reservados.-