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     Estas vacaciones tienen que ver con un sueño de muchos años que tanto mi marido como yo teníamos y que creíamos imposible. Al fin se nos hizo realidad. Estuvimos en Madrid, en Toledo y en Barcelona. Pasamos antes de llegar a España por Kiev (Ucrania) donde hicimos una escala de varias horas, lo que nos permitió conocer un poquito (no mucho, porque en seguida se nos hizo de noche). Cada una de las ciudades que estuvimos me ha dejado una impresión diferente.

      Kiev: es una ciudad que no está preparada para recibir turistas internacionales. En el aeropuerto, los empleados apenas hablan un poquito de inglés y los anuncios son todos en idioma ucraniano. Viajamos en autobús hasta la estación central de tren y pudimos ver desde las ventanillas un buen tramo de la ciudad que en aspecto y aunque parezca extraño, nos recordó mucho a Buenos Aires. La zona donde está la estación es bastante céntrica por lo que pudimos notar, pero tampoco allí están acostumbrados a recibir turistas y fue muy difícil encontrar a alguien que hablara inglés. Nos sentimos como sapos de otro pozo y nada bienvenidos. Igual la zona es preciosa.

      Madrid: es todo lo contrario a Kiev, y no me refiero al aspecto de la ciudad, en la cual también hay zonas que nos recordaron a Buenos Aires, si no en su preparación para recibir turistas. Se nota que es una ciudad que recibe muchísimo turismo desde el momento mismo que llegamos al aeropuerto de Barajas (el cual es una maravilla arquitectónica, enorme y raro). Los madrileños son muy cálidos y nos sentimos adaptados casi desde el mismo día que llegamos. Mis hijos (sobre todo el mayor) se la pasaron comparándola con Israel y siempre salía ganando. Pero claro, ya les expliqué que estar de vacaciones no es lo mismo que vivir en un lugar y ellos lo veían todo con los ojos de los que saben que sólo fueron a disfrutar.

      Toledo: la ciudad es preciosa y me dejó dos sensaciones (además de un gran agotamiento físico, porque todo es caminar por calles empedradas y cuesta arriba): por un lado sentí emoción y maravilla y por el otro, tristeza y mucho miedo. Eso último tiene que ver con dos cosas especialmente: una es la cantidad de vidrieras con armaduras, armas medievales y estatuitas de cruzados, la segunda con la segunda sinagoga convertida en iglesia que visitamos: Sta. María La Blanca. No sabría explicar por qué me sentí así, pero apenas había puesto un par de pies adentro cuando sentí muchísimo terror. Fue como si todos los judíos torturados, perseguidos y asesinados en la época de la inquisición hubieran estado allí. No fue igual en la primera que estuvimos, en  El Tránsito, donde sentí como si toda la familia de mi esposo hubiera estado ahí. Me sentí tan emocionada que me puse a llorar y a temblar apenas puse mis pies en ella, sin haber visto nada aún.

      Barcelona: claramente acostumbrada también a recibir turismo me impresionó ver que hubiera espacios tan grandes y tan vacíos. A excepción, por supuesto de los lugares típicos de visita turística para los que había inmensas e interminables filas. Nos quedamos sin ver por dentro La Sagrada Familia de Gaudí, pues la fila daba vuelta a la manzana y no queríamos estar horas bajo el sol esperando, ya que teníamos sólo dos días para conocer la ciudad. También me quedé sin probar la orchata, que me dijeron que sólo la hacen en verano. La gente me pareció un poco más fría que en Madrid, aunque no tanto como en Kiev. Lo poco que tuvimos la oportunidad de ver, también me encantó.

La felicidad que tuvimos durante esos días, se renueva cada vez que recordamos lo vivido y nos alienta a volver a soñar.

– La Pedrera de Gaudí, Barcelona, España. © Todos los derechos reservados.-

9 de octubre del 2012