Me compré una historia. No de las que vienen encuadernadas, empaquetadas o envasadas, se vendía suelta y al mejor postor. Yo fui la que más ofertó, y eso que era una historia muy sencilla, breve, tanto que hasta un hiperkinético, un impaciente o alguien a quien no le gustan las historias era capaz de escuchar hasta el final. Cierto es que de tan simple y breve, tampoco aportaba nada a quien la oía, ni siquiera algo de interés. Preguntándome a mí misma por qué me había dejado tentar y la había comprado, me puse a mirarla por todos los ángulos posibles, la di vuelta para todos lados y hasta la volví del revés. Entonces supe que había hecho una gran inversión. Era totalmente maleable. Podía cortarla, alargarla, agregarle, sacarle, cambiar su forma como si de plastilina se tratara. Me di cuenta que si trabajaba a conciencia, pronto quedaría irreconocible e incluso merecedora del premio Nóbel de Literatura. Valdría millones y yo pasaría a la historia como una gran literata, la mejor de mi tiempo.
Horas, días, noches desveladas, poniendo mi mente, mi cuerpo, mi alma, lo mejor de mí para trabajar en ella es lo que le dediqué a la gran obra de mi vida. Pronto me di cuenta que ni quien la había pensado originalmente sería capaz e reconocerla y sentí una profunda satisfacción personal, e incluso he llegado a inflar mi ego un poco más de lo recomendable para el trato social.
Cuando creí que ya estaba terminada y podría llevarla, me di cuenta que aún había cosas para trabajar en ella y me pasó lo mismo cada vez que me decía: ahora sí. Empecé a sentirme desalentada, parecía una historia infinita. Me sentía incapaz de redondearla y lograr llegar al final. Hasta que un día decidí que era suficiente, que si era por mí jamás estaría lista y debería llevarla al negocio donde la había comprado para ofrecerla en venta. Pero no pude. Era tanto lo invertido en ella, que sentía que era impagable y que si la entregaba me traicionaba a mí misma y estaría arrancando una parte de mí.
Me quedé con mi historia sin terminar, porque cada tanto la miro y la sigo modificando. Ya no con esa ansiedad del principio, la que me hacía sentir que debía cumplir un plazo aunque nadie más que yo misma me lo hubiera impuesto. La puse en un estante, está bien visible y cada uno que pasa, creyendo que no me doy cuanta, hace su propia modificación a escondidas.
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